viernes, 23 de agosto de 2013
Memoria de un montañés (y de todos los que tuvieron que marchar): pueblos deshabitados.
agosto 23, 2013 por maestroviejo
“Ya con los machos en la calle, mi hijo mayor entornó una hoja de la gran puerta. Yo volví la otra e hice girar por dos veces la llave, y aún la empujé para comprobar si quedaba cerrada.
–¡Adiós, casa, adiós! Venga, vámonos
–pensé, porque no tuve fuerzas para decirlo.
Dentro quedaron sesenta años de mi vida, de entradas y salidas, de sueños compartidos, de cuentos, de planes alrededor del hogar… La entereza de mi madre me dio la fuerza para seguirla, dar media vuelta y marchar calle abajo, como una silenciosa procesión, sin volver la vista atrás, con tristeza contenida, apretando los dientes con rabia, por tener que abandonar la tierra que nos vio nacer.”
Erase una vez un pueblo muy pequeño, sobre un cerro orientado al sur, azotado por todos los vientos.
Allí había unas gentes que hablaban un dialecto diferente, mientras trabajaban todos los días por los campos y cuidaban sus animales, hacían fuego en los hogares y el humo salía por las chimeneas.
Pero se tuvieron que marchar y el lugar quedó deshabitado.
El pueblecito se llamaba Escartín, en Huesca, España, pero se podía llamar de otra manera, porque esta historia es la historia de muchos pueblos que quedaron abandonados, y de muchas personas que tuvieron que emigrar. Como tantas otras gentes, ahora y antes, de muchos lugares, de distintos colores de piel…
“-Esto ya es imposible: las paredes se caen por todas partes, los arbustos lo están invadiendo todo, la barrancada se llevo los azudes…- me lamentaba, sentado en la cadiera.
- Y si sólo fuera eso: más tristeza me da a mí pasar todos los días delante de las puertas cerradas, sin tropezarte con gente para hablar en las esquinas y en los caminos- añadía mi mujer.
- Y aún os penará dejar esto!! En toda mi vida no he visto más que privaciones y y sacrificios, trabajo abundante y ninguna comodidad – apuntaba mi madre Serafina. “Todos están marchando y nadie vuelve…!” Con esta frase nos machacaba a menudo.”
Más de 100 años después de la llegada del agua corriente a la capital, en Escartín, como en muchos otros muchos pueblos del mundo, no había agua corriente.
Casi 100 años después de que Tomas Edison iluminase una calle de Nueva York, en Escartín, como en tantos otros pueblos del mundo, no había luz eléctrica.
4 años antes de la llegada del hombre a la Luna, en Escartín, como en tantos otros pueblos, no había ni una sola carretera de acceso.
Sin embargo, hasta 1965 en Escartín vivían unas cuantas familias, en unas casas ancestrales, del trabajo de sus manos, del cultivo de las laderas abancaladas, del pastoreo, del trueque, en una economía de subsistencia, en una vida dura pero sencilla, tal vez feliz… y sin embargo, debieron tomar la difícil decisión de irse todos de allí.. Eran ya tan pocos que no podían sobrevivir, al menos como habían vivido hasta entonces.
“Memoria de un montañés” narra en primera persona el último año que José Satué Buisán pasó en su pueblo, Escartín, antes de emigrar a Tierra Baja… el lento transcurrir de los días, precursores de un adiós irreversible…y la necesaria adaptación a una nueva vida, en la ciudad, con el descubrimiento del ‘progreso’, del ‘ocio’ y de la ‘civilización’.
Y entre otras muchas cosas, cuenta:
EN EL PUEBLO (Y LA FIEBRE DE LA MARCHA).
“En la fuente, en los vecinales, en las fiestas, entre los pastores, en los carasoles, no se hablaba de otra cosa. Por todos lados circulaban los cantos de sirena, las bondades de una vida mejor, llena de comodidades, en cualquier parte, lejos de nuestra tierra. Las cabezas se llenaron de burbujas -¡un jornal, seguros, vacaciones, pisos con todas las comodidades, diversiones…! que fueron seduciendo a personas, familias, pueblos enteros…”
“-Esta tierra nos lo ha dado todo, trabajando sí, pero hambre no hemos pasado, y ahora tener que abandonarla, olvidando el esfuerzo de nuestros padres, de nuestros abuelos…
Abandonar todo esto después de tantos esfuerzos por parte de nuestros antepasados, me parece una falta de respeto hacia ellos! Mi padre, mi abuelo, jamás me lo perdonarían!”
“Una figura para la nostalgia, toda la familia reunida a la luz del hogar, cada uno en su escaño, bajo la gran campana de la chimenea, por la que ascendieron tantas esperanzas mezcladas con el humo gris, hacia el espacio infinito.
- Qué más necesitábamos! Cómo puede ser que de la tarde a la mañana esta tierra sea la peor del mundo!!- Pensaba, con reiteración.”
“- No le des vueltas, que el mundo no se acaba aquí, tu padre hubiese hecho lo mismo en esta situación, las veces que decía “¡si nos hubiésemos marchado el día de la pedregada!” así intentaba tranquilizarme mi madre, adivinando mis pensamientos.”
“- Si nos hicieran una carretera, nos pusieran la luz eléctrica e hicieran un puente en Forcos, ¡para luego me iba yo de aquí!
-Calla, calla, esto es lo último del mundo. ¡Mira si vuelven los que se fueron! -saltaba en seguida mi madre.”
“Tenía serias dudas de que yo algún día pudiera cambiar, o si se cumpliría el dicho “árbol trasplantau, antes muerto que escapau!”"
“Para mi todos los días eran distintos, aunque las tareas se repitieran cíclicamente cada año. El cielo que nos cubría variaba de un día para otro: sus tonos, la forma y el tamaño de las nubes… El paisaje (…) variaba a diario, sólo las siluetas de los montes permanecía constante. Monotonía de vida, vista a distancia, desde la lejanía del tiempo, pero allí no lo era tanto, al menos para mí. No era lo que aparentaba ser: era la vida de nuestros abuelos, la de nuestros padres, la que nosotros conocíamos, y nos parecía la mejor.”
EN LA CIUDAD (CON LAS RAÍCES AL AIRE)
“Nos recibió una ciudad dormida en silencio, apenas roto por los pasos de algún trasnochador despistado, caminando por las aceras, bajo la tenue luz de las farolas.
- Tendremos que comprar un par de armarios roperos, el comedor completo, alguna cama, unas perchas…(…)
-Pues ya me podéis dar dinero…
¡Dinero! ¡Dinero! ¡monedero! ¡monedero! Ésa fue la primera y nueva realidad que descubrimos el primer día en la ciudad, la gran novedad. Hasta entonces habíamos vivido sin dinero, sólo lo veíamos cuando vendíamos los animales, que, a su vez, nos servían de moneda de cambio para adquirir las pocas cosas que no teníamos en casa (telas, vino, aceite, azúcar, arroz…) (…) ¡quién lo iba a decir!, si siempre habíamos salido de casa con los bolsillos vacíos, bueno, con la navaja y el pañuelo de cuadros, nada más.
- ¡Es que hasta ahora era muy bonito bajar a la bodega y llenar la sartén, madre! Aquí la despensa está vacía y bien tenemos que comer…”
“No cabe duda de que apreciábamos todas esas comodidades. Las apreciábamos tanto que nos parecían un lujo, y las usábamos con mesura. (…) Habíamos tenido siempre la austeridad de bandera y no podíamos derrochar ni un litro de agua, ni un kilowatio de luz. (…) Los mayores nos lavábamos con el lavabo cerrado y con la menor cantidad de agua posible, reminiscencias de la palangana. Ah, y el agua del lavadero serviría para el W.C. igual que la de la fregona. Llevábamos tan arraigado el esfuerzo de ir a por agua a la fuente, que nos impedía derrochar ni una gota, aunque la pudiésemos pagar.”
“Aquel día significó un antes y un después en nuestra casa; el transistor quedó arrinconado,(…), y el televisor se convirtió en monólogo de las veladas, silenciosas y sin chimenea de la ciudad:
- Calla, calla, que no dejas escuchar…
Se acabaron las historias de lobos y de osos, de fiestas y de nevadas, de romerías y de pastores… Un aparato cuadrado las acalló (…)”
“Al principio me llamaban la atención los grupos de personas que, sábados y domingos, paseaban tranquilamente y sin prisa, parándose en las esquinas y volviendo a marchar, sin rumbo (…) Otros, apoyados en las barras de los bares, como si las estuviesen sujetando, hablando ratos y ratos (…) No entendía como la gente podía pasar el tiempo sin hacer nada, (…) porque en nuestra mentalidad siempre cabía el trabajo, ni un paso en balde, siempre haciendo algo (…). Pasear, caminar por caminar, no tenía ningún sentido para mí, me parecía absurdo. Si alguna vez en mi vida pisé un bar, fue por algún compromiso, jamás por iniciativa propia. Posiblemente me sucedió como a muchos de mi generación: “cuando tenía sed, llevaba el bolsillo vacío, y ahora que tengo dinero, no me apetece beber”"
“- Ahora sí que no pasa, os tenéis que poner el teléfono.
Imposible se nos resistía, eso ya era demasiado, sólo con oírlo nos poníamos nerviosos…
-Cógelo, cógelo tú, que estás más cerca…
Nos recordaba a los telegramas de antaño, que jamás traían nada bueno, ¡la cara del cartero lo decía todo!: nos lo entregaba con la izquierda y con la derecha ya nos daba el pésame. Nos costó bastante comprender que el teléfono era distinto, las noticias no tenían por qué ser siempre malas, aunque los nervios se atirantaban cada vez que sonaba.”
“-Si nos hubiesen hecho un puente, teníamos la carretera más cerca.
- Con cuatro postes hubiese llegado la luz desde Bergua…
Todas las ideas caían por su propio peso, porque faltaba la premisa principal: allanar la laderas y convertirlas en un plano inmenso, por donde pudiera llegar la modernidad, las máquinas o las comodidades, porque los montes y los barrancos les cerraban el paso…”
“Fuimos los montañeses quienes tuvimos que salir al encuentro de los cambios, hacia los tiempos modernos. Una vida mejor en todos los aspectos, pero que no fue capaz de borrar la nostalgia de los tiempos pasados.
¿Por qué tuvimos que emigrar?
Y si fuera encontramos una vida mejor, ¿por qué en nuestros fuero interno nos martilleó siempre la pena de haber abandonado nuestra tierra?”
¡Qué pena me da, dejar el lugar este!
¡Mi escuela, y mis niños, y todos los vecinos! ¿Verdad?
Dios mio!!!
Que tan buenos han sido.
Dejó escrito en la pared de La escuelita del pueblo Escartín, una maestra sevillana en los años 50.
“¡¡Cuidad mi jardín!! y la Iglesia. ¿sabeis?” escribió también.
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