Pizarro y Atahualpa: crónica de una traición (I)
Atahualpa es considerado como el último soberano del imperio inca. Llegó al poder al resultar vencedor en lo que se ha dado en llamar “la guerra civil incaica”, que libró contra Huáscar. Atahualpa se había erigido emperador en Quito (el norte del imperio) y Huáscar en Cuzco (el sur de los dominios incas). Tras trece encarnizadas batallas, Atahualpa resultó vencedor y Huáscar fue hecho prisionero. Corría el año de 1532.Por ese entonces el conquistador español Francisco Pizarro había sentado sus reales en Cajamarca. A ese lugar se dirigió Atahualpa, en su carácter de vencedor de la contienda incaica. Cuando se encontraba en Los baños del Inca, a media legua de Cajamarca, Pizarro envió a Hernando de Soto y a veinte jinetes para decirle al inca que lo estaban esperando, con todos los honores, en Cajamarca.
Atahualpa acepta la invitación. Benjamín Carrión ha recreado la escena: “Las huestes de Atahualpa comienzan a movilizarse hacia Cajamarca. Delante van los criados que limpian la vía de piedras y ramas. Luego, los cantores y los danzarines, con su ritmo monótono. En medio de los sinches, los apus, los auquis, los amautas –cuyos ornamentos de plumas y metales relucían al sol–, va la litera imperial, hecha toda de oro, “que pesó un quintal de oro”. llevada en hombros por dieciséis apus del ayllu imperial. Sobre ella Atahualpa Inca, orgullosamente desarmado, se dirige a su ciudad, a recibir el homenaje de los extranjeros”.
Al llegar a la plaza de Cajamarca, el inca la encontró desierta. “¿Dónde están los extranjeros?”, preguntó. Como respuesta apareció de repente el fraile dominico Vicente de Valverde, capellán de los españoles, blandiendo en sus manos un crucifijo y una Biblia. Con la ayuda de un intérprete, incriminó al inca y le conminó a convertirse a la “verdadera religión”. Atahualpa lo apartó con desdén y tiró la Biblia al suelo.
Pizarro dio entonces la orden de atacar y resonaron en la plaza los moquetes y arcabuces contra los desarmados indios. El propio Pizarro llegó hasta la litera del inca y lo hizo prisionero. Algún soldado intentó herir a Atahualpa, pero Pizarro lo protegió con su cuerpo y dijo: “El que estime en algo su vida, que se guarde de tocar al indio”.
Ese mismo día, Francisco Pizarro cenó con el inca vencido. El engaño se había consumado y Atahualpa, de huésped de honor había pasado a prisionero de los españoles.
Hernando Pizarro, hermano del conquistador, reclama para el inca un trato correspondiente a su alto rango. “Ordena que se le dispongan las mejores habitaciones de “la casa de la serpiente”, aposento real de Cajamarca; y se reserva para sí –a fin de velar al prisionero– una pieza contigua, Hace decir a los allegados de Atahualpa que pueden acompañarlo, y dispone que sigan al servicio de la mesa y de la cama del inca todas sus numerosas concubinas” (Carrión).
Fuera de los muros donde se retenía al inca solo reinaba la muerte. En medio de las alertas de los centinelas, se alzaban los fatídicos rezos de los frailes. No se podía dar un paso sin tropezar con un cadáver. Por los caminos, los indios desconcertados huían sin entender nada de lo que había ocurrido. Como espectros en medio de la noche.
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